Llegue allí, a Albuquerque, en Nuevo México, una tarde de hace casi veinticinco años y en el aeropuerto me esperaba Ángel González. Habñia releido sus poemas en el vuelo desde Richmond (Virigina) y, al verle, me pareció que no podían ser sino de aquel hombre que me sonreía levemente, me abrazaba como si fuera un reencuentro largamente esperado, y me preguntaba si mi parecer sobre Bilbao era similar al del Blas de Otero enamorado de la Villa o al del Blas de Otero enfadado con el lugar de su nacimiento. «Es igual, como el de los dos, debe ser cosa de bilbainos», le dije.
No me dejó ni un momento durante mi estancia allí. Me presentó a sus alumnos, me llevó a su casa (en donde no cogía el teléfono si no estaba su mujer porque, decía, llevo aquí años y año pero no hablo inglés), fuimos a una tienda para que me demostrara que se podía comprar un arma fácilmente, bebimos (o, más bien, bebió él mientras yo le acompañaba), leímos poesía, cantamos, hablamos de la vida y de la muerte, celebramos el cumpleaños de Susana Rivera… Me gustaba ver cómo la esperaba nervioso, atento, impaciente. Días después, en Lexington, Edward Stanton me pidió que resumiera «en tres palabras» al poeta tantas veces leido que acaba de conocer. Nó lo dudé: «Un hombre enamorado».
Y ya nunca me sentí lejos de Ángel González, con el que pude reencontrarme en Kentucky, en Ohio, en Madrid, en Bibao y casi todos los días en los libros. Y no puedo menos que agradecer -con orgullo- que, desde aquel día, me considerara, como un día me dijo, «ese chico de derechas que es mi amigo».
PARA QUE YO ME LLAME ÁNGEL GONZÁLEZ
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo el mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento… |