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Observo, con cierto asombro, lo que me parece un entusiasmo desmedido de ciertos políticos y analistas sobre la declaración de «una inmensa mayoría» de presos de ETA sumándose a la llamada Declaración de Gernika que aboga «por un final definitivo de la violencia». Nadie duda de que ETA, gracias a la continuada acción del Estado de Derecho y no por cierto a una reflexión ética en su seno que llevara a su autodisolución, está en un momento de máxima debilidad que puede llevar a su derrota final, pero nada sería peor que no reparar, en este periodo de la lucha antiterrorista, de lo que las cosas son en realidad.
La Declaración de Gernika pide un «alto el fuego permanente, unilateral y verificable» (es decir, no el fin de la banda), pero más que una exigencia a ETA es una «promesa» de que se exigirá cuando se cumplan las reales exigencias que se hacen al Estado de Dereho: derogación de la Ley de Partidos, desaparición de lo que llaman «persecuciones, detenciones y torturas» -que no son las de ETA sino la del Estado que lucha contra ella», legalización de sus formaciones no por cumplir la ley sino como parte del «proceso», fin de la política penitenciaria, revisión de procesos, fin de la Audiencia Nacional, aceptación de mediadores internacionales, proceso de negociación, etc.
De hecho, los presos de ETA que se han arrepentido, los que han pedido el fin de la banda, los que han manifestado que solicitan el perdón de las víctimas, han sido expulsados o se han tenido que apartar sin que se les dé participación en esta mascarada. Y por eso mismo, el presidente del PNV dice ahora que es el momento de pasos valientes, que no llevan al final de ETA sino al cumplimiento, para que hipotéticamente ocurra, de las exigencias de la Declaración. Así que dejemos a un lado el entusiasmo infantil o interesado: no hay en ETA, ni en sus alrededores, hombres de paz.