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Si el PSOE, entre la derrota y la incertidumbre, comienza a duda de la solvencia de sus candidatos en las últimas elecciones –como si fuesen el resultado de una mala opción que no ha conseguido el respaldo de los ciudadanos-, sencillamente no saldrán de esta. Al menos por ahora. Seguramente, al menos en algunas circunscripciones, como meses antes en algunas comunidades autónomas o municipios, podrían haber colocado al frente de las listas a candidatos mejores, pero los nombres son, a mi juicio, la consecuencia de dos problemas más graves: una estructura y modo de entender el partido que se ha anquilosado hasta el punto de dificultar la renovación y una gestión gubernamental que, en el dificilísimo escenario de la crisis, ha sido vista como un fracaso y en ocasiones como una traición.

Los problemas del partido no son sólo, me parece, elegir entre congresos o primarias para establecer liderazgos electorales, sino que el actual (el de Rodríguez Zapatero) se estableció por agregación: la suma de los apoyos de líderes regionales que, a cambio, elegían el modo de sentirse a gusto de modo un tanto anárquico, como una suerte de remedo de aquella sorprendente doctrina de Santillana en la que, firmada por todos, España era la suma de autonomías a cambio de elegir cada una el modo de sentirse satisfecha. Ni así es posible la reflexión sobre las políticas generales ni, en ese estado de equilibro inestable, la renovación interna. Cuando muchos de ellos pretendieron quitarse de encime al ex presidente, como si fuese la traba para salvar las elecciones de primavera y otoño, parecieron no darse cuenta de que el secretario general era la suma de todos ellos y que, apartándole con tal malos modos, quedaban todas las partes más desarboladas que antes. Quizá consciente de ello, el candidato Rubalcaba dijo, con sorpresa sólo aparente, que las últimas generales no eran la confrontación entre PP y PSOE, sino entre Rajoy y él, batalla ésta en la que se veía ganador. Naturalmente, durante la noche del 20 de noviembre el que había perdido era el PSOE.

Este asunto está estrechamente relacionado con la exigencia de que el debate ideológico y doctrinal (y también de discurso) sea serio y eficaz, huyendo de la mimetización con otros tanto como de la búsqueda de un perfil exageradamente contrapuesto. Entre el PPSOE que algunos critican y la demonización del adversario que otros propugnan hay un terreno quizá más reducido que en otro tiempo pero suficiente para la elaboración de propuestas claras y distintas. Pero si los partidos son cauces para ello, deben funcionar de un modo engrasado y abierto.

Quizá todo ello, si se entiende razonable, precise más tiempo que los dos meses que van a mediar entre la derrota y el congreso y, para complicarlo aún más, o para superponer lo urgente sobre lo importante, se celebra en Sevilla, antes y ante de la cita con las urnas en Andalucía –en la que tanto se juega el PSOE-, con su cuota de propaganda coyuntural en la que las prisas y las presiones llaman más a un ejercicio de interesada imagen que a la reflexión y el debate. Tendrá el PSOE que rehacer el calendario de su vida interna más allá de febrero y de esta próxima primavera, tendrá que limitar los afanes de renovación en esta cita congresual y evitar que, junto a las elecciones autonómicas y la discusión nominal entre dos posibles líderes, se quiera encauzar, y menos resolver, los problemas de fondo.