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El asunto de los pepinos tiene muchas vertientes y, entre ellas, el daño que se ha hecho a los productores españoles del sector hortofrutícola que se han visto ya afectados y seguirán así por el efecto de mancha de aceite de este tipo de campañas. Devolver la credibilidad a los productos españoles costará tiempo, como dicta la experiencia de casos similares, y dinero. Más que exigir responsabilidades a las desaprensivas autoridades de Hamburgo, propuesta que tiene poco futuro, habrá que reparar el roto con las correspondientes acciones ante los consumidores y explorar si es posible que los damnificados reciban algún tipo de compensación en España o en la Unión Europea.

Como pertenezco a una familia originaria de los sudetes, de habla alemana pero de sensibilidad checa, estoy curado del papanatismo ante Alemania desde antes de nacer. Es evidente que su potencia económica y política es decisiva en Europa, y que muchos de los planes que les han llevado a esa posición, deberían ser tenidos en cuenta. Sin embargo, el mismo hecho de la existencia de la Unión Europea debería servir para compensar el poder de uno con la ley y los protocolos de todos y, en este caso, más allá de los errores de Hamburgo, se observa la futilidad de las instituciones europeas para dar carta de naturaleza a criterios de seguridad normalizados en materia de comercio interior.

Hay un déficit democrático, se nos suele decir, a la espera de una unión económica y, ahora, con la crisis, el euro y estas penosas actuaciones particulares (en este caso de Alemania pero ayer y mañana de otros países o regiones), reparamos en que el mercado único con normas y criterios comunes es también una utopía. Bruselas señalando una “alerta” por la impericia de Hamburgo y levantándola un día después de que los alemanes rectificaran da una idea más próxima al eco (o a la cacofonía) que a la vigencia real de una normativa europea que se cuenta por miles y miles de folios. Y eso que, en la retórica de la Unión, se trataba de pepinos europeos.