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Al fracaso –estruendoso- del PSOE se corresponde el triunfo –histórico, apabullante- del PP. Seguramente es cierto que las elecciones, en la mayoría de los casos, las pierde el partido que está en el poder, pero también se ha constatado en esta ocasión que, durante los últimos meses, el hasta ahora partido gubernamental, desarbolado, se comportaba como aspirante ante unas previsiones incontrovertibles y que, como nunca antes, a los antiguos votantes socialistas, incluso a los que han mantenido el voto, no les importaba ya la evidencia de que la derecha iba a gobernar durante los próximos cuatro años. Es decir, se han conjugado, a mi juicio, la convicción de que el PSOE, juzgado con dureza llamativa, no servía para encarar una crisis que se agrava por momentos y la aceptación de que, fuera como fuese, el PP de Mariano Rajoy lo hará mejor. El proyecto estratégico conservador, tras el fracaso en 2008 y el Congreso de Valencia, de que sólo podía gobernar si al aumento de votos sumaba la desaparición del miedo de quienes no le votarán por el momento se ha cumplido más que sobradamente en beneficio del PP-
Es verdad, pero me parece que no toda la verdad, que los ajustes de mayo de 2010 y los que siguieron, han supuesto un baldón en las aspiraciones socialistas. Por su propio contenido, que contravenía tanto aspiraciones de una parte de sus votantes como el discurso del presidente Rodríguez Zapatero, por su carácter improvisado e inopinado, como una obligación impuesta por quienes resultaron estar más acertados en el diagnóstico de los males de nuestra economía, por la ineficacia real de las medidas adoptadas que han venido a dar la razón, aparentemente, tanto a los que no las querían en absoluto como a los que las consideraban insuficientes. En el descalabro ha faltado un discurso porque el discurso es el modo de expresar una idea y un programa y no existía otra idea y otro programa que ir poniendo improvisadas vendas donde hacía falta cirugía. Pero no es toda la verdad porque, antes del mes de mayo del año pasado, otro sector del electorado mostraba claramente su desafección por un Gobierno (y su partido) que no parecía darse cuenta del deterioro de la economía, o que lo negaba sin vergüenza, generando una desconfianza creciente. A una retórica vacía siguió una ausencia de proyecto y a ésta una falta de discurso coherente.
En ese panorama, la decisión de Alfredo Pérez Rubalcaba de encabezar las listas del PSOE consiguiendo que no se celebraran las primarias previstas, tenía todos los ingredientes de un suicidio político. Quizá él no lo vio o no quiso verlo ya sea por voluntarismo (como las fuerzas especiales del ejército de los Estados Unidos, entrenadas al parecer para no pensar jamás que una misión es imposible) o por una excesiva valoración de sí mismo. El distanciamiento de lo que hundía al PSOE ha resultado imposible por varias razones: porque no es coherente separarlo de la acción del Gobierno que se venía abajo, porque no se puede sustituir un partido, por maltrecho que esté, con una operación de malabarismo que presente a una persona como remedio de los males de todos los demás, porque, igualmente, no ha podido ni construir una doctrina y un programa distinto (y mejor) ni se ha sustraído el mismo al convencimiento de que sólo le quedabas ser, en todo caso, un aseado líder de la oposición. Un fracaso, por tanto, en toda regla y, de cara al futuro, un problema añadido: la tesis paradójica de que una opción “socialdemócrata” es todo lo que se oponga, desde la izquierda, a lo que ha hecho el presidente Rodríguez Zapatero ya sea por razones de espacio (político) o de tiempo (estratégico). Es decir, lo que se oponga al presidente Rodríguez Zapatero y, mal que le pese, también a su sostén, valedor y portavoz, el vicepresidente Pérez Rubalcaba.
Rodríguez Zapatero, después de sacrificado en el infierno de esta paradoja, anunció que no volvería a presentarse, canceló las primarias y se retiró de la escena antes de irse definitivamente en el congreso anunciado hoy para comienzos de febrero. Que no se vaya con él el candidato y autodenominado “líder” del partido, es decir, del fracaso, sería añadir otra absurda paradoja a la paralizante paradoja del desastre al que ha llegado el PSOE. Pérez Rubalcaba eligió la noche electoral, tras conocerse los resultados, la actitud del desesperado que exclama “¡dejadme solo!” pero, aunque sea doloroso, tendría que ser él el que, apartándose, dejara que el partido, costosa y lentamente, dibuje un nuevo rumbo sin las ataduras de este desgraciado tiempo reciente, sus errores y sus paradojas. De otro modo, las alternativas del congreso serán discutir un proyecto fracaso o un liderazgo temporal entre pretendientes fracasados.